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Soy analista del Instituto Catalán de Evaluación de Políticas Públicas (Ivàlua), especialmente interesado en la evaluación de políticas y programas con voluntad de incidir en el ámbito educativo. Antes de incorporarme a Ivàlua, fui director del Grupo de Investigación en Educación y Equidad (IGOP, UAB).
Para saber qué hay que hacer con los resultados de la evaluación, lo primero que conviene plantearse es de qué evaluación estamos hablando. En primer lugar, hay que aclarar qué tipo de evidencia nos aporta la evaluación en cuestión. En el ámbito educativo, es habitual entender como evaluación ejercicios de naturaleza dispar: examinamos a los alumnos, diagnosticamos los centros, hacemos seguimiento de indicadores educativos, intentamos estimar los impactos de las políticas, programas, centros, profesores, etc. Y a todo lo llamamos evaluar. En segundo lugar, tenemos que ser críticos con la validez (y honestidad) de los resultados de unas y otras evaluaciones. Esto pasa por asegurar que cada ejercicio evaluador sea consistente desde un punto de vista metodológico. Según qué tipo de evidencia busquemos, requeriremos el uso de unas técnicas de análisis u otras.
En cualquier escenario, y todavía más en uno de crisis económica y de reducción de la capacidad de gasto público, es necesario orientar los ejercicios de evaluación anteriormente enumerados para obtener evidencias de efectividad de unas actuaciones u otras. Tenemos que saber si las intervenciones educativas (de mayor o menor alcance) funcionan, si son efectivas, si producen los impactos deseados. Más específicamente, tenemos que poder identificar si las oscilaciones de unos u otros indicadores (por ejemplo, los niveles de rendimiento y de acreditación de los alumnos) se pueden atribuir causalmente a aquellas políticas diseñadas para impactar en ellos. Es engañoso decir que una determinada política funciona basándonos únicamente en la mejora que puedan haber experimentado ciertos indicadores de interés tras su aplicación. En efecto, la evaluación de impactos es una asignatura pendiente en nuestro país.
Una vez seguros de la robustez (y honestidad) de los resultados de la evaluación, en especial cuando esta se presenta como una evaluación de impactos, entonces es un lugar común defender su utilización al servicio de la mejora de políticas y procesos, de un sistema educativo más excelente, equitativo, efectivo y eficiente. Es la perspectiva de elaboración de políticas basadas en evidencias (evidence-based policy-making), en evidencias sobre qué funciona y qué no funciona. Esta perspectiva, necesaria y fácil de defender, en la práctica no es siempre fácil de orquestar. La traducción programática de las evidencias (por sólidas que sean) no es autoevidente. Requiere de decisiones inteligentes y valientes en la gestión del cambio; decisiones que acaben haciendo de la evaluación un instrumento de estímulo y de aprendizaje colectivo, más que un dispositivo de fiscalización o castigo.